Muy agradecido a los seguidores de este blog, os informo de que termina esta experiencia a la par que acaba el año. La noche que viene es la de los grandes propósitos, ya sabéis, y uno de los míos consiste en ... digamos que administrar mejor la aceleración del tiempo. Ojalá se cumpla esta aspiración y también todas las vuestras. Gracias.

Julio.

Nochevieja de 2013.


lunes, 25 de noviembre de 2013

Las fuentes de Omaña



Para Sally, insisto.




El río es como un viaje para el sueño del hombre,
el hombre, es como el río, un gran dolor en viaje.
Únicamente el río te oyó decir mi nombre
cuando las hojas secas decoraron tu traje.
El río es como un hombre de corazón inquieto
que va encendiendo hogueras y se muere de frío.
Únicamente el río conoce tu secreto.
Únicamente el río.

José Ángel Buesa.




Concierto en re mayor de J. S. Bach. 
Alison Balsom -trompeta- y David Goode -órgano-.



Las tetas de Omaña desde La Campona de Villanueva.



A las cumbres gemelas del Tambarón algún lírico las llamó Tetas de Omaña. La metáfora está bien traída entendiendo que este país debe su nombre al agua que mana de tales ubres. 


En el retablo de la iglesia de Santa Marta de Montrondo hay un relieve alegórico del amor que bien podría representar a las primeras fuentes del río Omaña, las aguas más puras, don esencial de la naturaleza, símbolo de vida y fecundidad.


Las camperas al pie del Miro Viejo son como el regazo en que se amamanta el arroyo de El Mular y por donde trastabilla perplejo y arropado entre mórbidas y absorbentes turberas que el vate podría asimilar a unos pañales si no fuera fuera porque la metáfora, según las normas de estro, ha de aunar ingenio y valentía con cierta prudencia, pulcritud y gusto.


Junto a los vestigios de la majada vieja del Mular arranca una ristra de cascadas y rabiones cuyo rugido antiguo y fiero, de cuando los desnieves eran duraderos y copiosos, se va quedando en arrullo incapaz de amilanar a la vanguardia de un abedular poderoso y ávido de conquistar alturas.




A la majada del Mular aboca la cárcava por donde bajan los reboses de una laguna lóbrega que está muy oculta monte arriba. Hay quien sube hasta ella a la brava, siguiendo el hilo de agua entre una maraña de piornos y trampales por donde no suelen aventurarse más que los corzos y algún chiflado como el que escribe. 


Al Llao o Laguna -que la pobre no tiene más nombre- conviene acercarse dando un rodeo y con sigilo, para avistarla desde arriba, con toda la ventaja y sin sobresaltos. El que sube por la barranca corre el riesgo de arañarse con los impíos tueros de las urces (1) y los enebros, empantanarse en las turberas, llevar la lengua fuera, topar de improviso con el inquietante pozo, sentir la agitación repentina del agua y escuchar una suerte de ruido metálico, opaco o sordo, como un arrastrar de cadenas anunciador de que se está desperezando la serpiente tremenda amodorrada en el fondo.  



¡Dios, qué susto! 
Pero luego resulta que no, que de la sierpe no hay ni rastro. Que el estremecimiento del agua y el golpeteo metálico se debe al despegue de una bandada de patos más asustados que el montañero mismo.
Si tienes interés en conocer la leyenda espeluznante del Llao, allá tú: pincha aquí.


La senda por donde hay que subir al Llao se aproxima primero hacia la cima de La Peñona y luego tuerce al oeste. Antes de acometer este segundo tramo conviene asomarse al valle desde la peana para gozar el magnífico espectáculo de la otoñada. La naturaleza solo impone que la visita se haga en la primera quincena de noviembre. 



Desde las plataformas escalonadas de La Peñona se ve bajar el arroyo del Mular paralelo al camino, por un cauce profundo que parece demasiada madre para tan poca criatura. Algo más allá -foto inferior- otro arroyo, que nace en el cercano Puerto de Buzquemao, al pasar junto a la cabaña de Los Montechos penetra en su desfiladero igualmente excesivo. 




Al pie de La Peñona se funden los dos dejando en medio una punta de flecha que llaman Liforco. Ocurre que, también por aquí cerca, mana el fontanón pletórico de El Cuadro y, por si fuera poco, por el flanco sur de La Peñona viene apresurado el arroyo de La Portiella para sumarse a la fiesta del agua.







Y así, con tanta afluencia líquida, el resultado es que de aquí en adelante no cabe hablar de arroyos sino de un río como Dios manda: El Omaña.






Ahora tocan dos kilómetros de sosiego para un caudal que, en esta parte, era antes conocido como Río de Los Solanos por la amplitud y sosiego del valle. Calma que acaba más allá de los Praos de la Braña, donde el obstáculo del Monte Rondo, el que da nombre al primer pueblo de la cuenca, obliga a que la corriente escarbe profundas hoces para encontrar salida. 
  



El lugar de Telocáscaru o Tras del Cáscaro estrangula el cauce y origina el tramo más formidable y salvaje del Omaña, un río asociado a la idea de mansedumbre por todo aquel que nunca subió aguas arriba de Montrondo.  







Hace mucho tiempo -aún se ven en pie vestigios de muros- estuvo la primera fábrica de luz de la Alta Omaña que abasteció a Montrondo y a la ilustre villa de Murias de Paredes, cabeza entonces de Partido Judicial y de Distrito Electoral. 
Desde aquí hasta las cercanías del puente del Ablaneo se despeña bajo palio, por umbrías y retorcidas hoces, uno de los más bellos, limpios y vivos ríos leoneses.






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Aproximación al trazado de la senda que sube desde El Mular al Llao o al Chao.
Arriba, las Tetas de Omaña. 



Nota (1):  Del brezo o urz se obtiene una de las treinta y ocho esencias florales de Bach -no el músico sino un médico inglés- con que se tratan padecimientos físicos de origen emocional hasta ahora inabordables. La esencia de la flor de las urces es, al parecer, buen remedio para prevenir alteraciones del ánimo y conmociones somáticas causadas por el egocentrismo.

Nota (2) ¡Coño, Ana, esto no me lo habías dicho!


sábado, 16 de noviembre de 2013

La gloria del otoño en el Valle de Laciana. (El Villar de Santiago).



Para Celia y Elena que me encontraron la cacha 
en la copa de un abedul mientras yo la buscaba 
por el suelo. Es natural, supongo, que los viejos 
tendamos a mirar abajo y los jóvenes a las 
alturas. Lo que no pienso decir es cómo se me 
encaramó el cayao hasta allá arriba.  
 


Todas las fotografías fueron tomadas en la mañana del sábado 16 de noviembre de 2013.






Jacqueline du Pré interpreta el adagio
del Concierto para Cello nº 1 de J. Haydn.






















Un amanecer los bronces
del Villar alzaron trinos
alegres y milagrosos.
Mano alguna había movido
las campanas. Toque de ángeles.
Era un repicar de vivos.
No era, no, un tañer de muertos.
Enseguida un solo grito
conmovió a la vecindad
que rauda emprendió el camino
del gran Valle de San Justo
para ver lo sucedido.
Al divisar, allá al fondo,
la ermita, otro prodigio:
la su dulce campanita,
sola, entonaba sus himnos.
No era, no, un tañer de muertos.
Era un repicar de vivos.
De rodillas, en su tumba,
Justo muerto, Santo vivo. (1)













 
(1) Del Romance del Príncipe Eremita, obra de don Florentino A. Díez basada en 
La vida y milagros de San Justo del Villar, Confesor de Jesucristo, escrita por 
don Isydoro García de Moya, cura de Salce de Omaña, en 1686.


Leyenda de un príncipe persa que, sintiendo en su interior la llamada de una vida nueva, abandonó religión, familia y riquezas y peregrinó a occidente. Pasando calamidades y hambre infinita llegó hasta Alcalá de Henares para postrarse ante la tumba de San Justo, mártir decapitado allí en el siglo IV. El peregrino, habiendo adoptado a su vez el nombre de Justo, rezó para que su patrón le ayudase a localizar una ermita   

que estaba, según sus sueños,
en hondo valle metida,
muy cerca de un caminito
y de una fuente muy fría.

En la Plaza de Alcalá entró en contacto con dos arrieros de Laciana, quienes le dieron noticia de que esa capilla, dedicada precisamente a San Justo, se encontraba cerca de una aldea remota, colgada sobre un abismo, a la que el diablo había pegado fuego en varias ocasiones y cuyos habitantes eran muy desgraciados:

Unas mujeres que filan
casi siempre entre suspiros
la lana de sus ovejas,
poca lana y menos lino;
unas doncellas que sufren
insomnios despavoridos,
galanes que no cortejan,
novios, ay, desconocidos.
Y, en fin, niños culo al viento
que paez fuelle enloquecido.

El viajero persa interpretó el encuentro con los arrieros de Laciana como una señal y sintió el impulso de ir tras ellos, de manera que vino a El Villar y aquí descubrió un caserío hermoso, encaramado en las peñas, retirado, tranquilo,

muy gentil, bien abonado,
hospitalario y cumplido,
con doncellas muy hermosas
y mozos amorecidos,
niños como rosas, madres
que todo lo tienen listo
y unos hombres buenos, graves,
facendosos y avenidos.

Algo en su interior le dijo que su búsqueda había terminado para siempre. Subió a la braña, construyó una choza al pie de la ermita y allí pasó el verano meditando, rezando, conversando con los pastores y alimentándose de la leche que ellos le proporcionaban y de avellanas, arándanos, frambuesas, miel silvestre, aguaspines, yerbas variadas y harinosas bellotas. Pero cuando cayó el invierno y las nieves sepultaron el valle, fue azotado por torvas y ventiscas continuas y acosado por las alimañas, tan hambrientas como él mismo. Y entonces, náufrago en aquel océano de soledad y frío espantoso, Lucifer el incendiario vino para inducirle sueños lúbricos, que ya es el colmo, y otros muchos desvaríos. 
Pero resultó más fuerte el poder de la oración. El ermitaño superó las fiebres, resistió las tentaciones, soportó el hambre y vadeó aquel invierno y todos los que vinieron después. Ganó fama de santo y milagrero y toda la gente de las montañas acudió en adelante a pedirle consejo.

Cuando supo que le quedaba poco tiempo, excavó en una peña su propia tumba. Un día, las campanas de la iglesia de El Villar rompieron a repicar sin que nadie las tocara y un soplo misterioso impelió a la gente para salir corriendo hacia la braña. Por el camino sonaba el tañido lejano del pequeño bronce de la capilla, volteado por serafines invisibles. Cuando los lugareños llegaron, encontraron al ermitaño muerto. El cuerpo permanecía arrodillado dentro de la tumba alrededor de la cual se obraron desde entonces muchos milagros.

De Babia, Laciana, Alto Luna
J. Álvarez y Roberto Calvo. 
Edilesa, León, 2006 



 
De dos agujeros practicados en la tumba de San Justo viajeros y pastores trashumantes acostumbraban en otro tiempo a tomar un puñado de tierra, la tierra de la fortuna, que sería devuelta a su lugar si la suerte era propicia.